la-expulsion-de-los-moriscos

Desde la Rebelión, entre los años 1,568-70, los moriscos entraron en una época de templanza porque habían desparecido sus principales líderes: Don Hernando de Córdoba y Válor, que había recibido los apodos de El Zaguer, o El Joven, y de Aben Jawuar o El Niño de Esmeralda; había muerto su sobrino Aben Humeya, con el mismo nombre y los mismos apellidos que el tío, asesinado en su propia casa, en Laujar de Andarax; había sido decapitado Aben Aboo, su último líder, y Farax Aben Farax, de la familia de los Abencerrajes, más conocido como «El Negro del Terque», el más feroz de los líderes moriscos, había sido deportado a Castilla, tras la guerra, donde murió, en paradero desconocido.


El rey Felipe II, harto, literalmente, de las continuas grescas entre don Pedro de Deza y el Marqués de Mondéjar, Capitán General y Virrey del Reino de Granada, se llevó a éste a Madrid, donde lo nombró presidente del Consejo Real de Castilla, para apartarlo de Granada, aunque sabía que los moriscos lo veneraban. El cardenal Espinosa, otro artífice de la guerra y consejero y confesor del rey, estaba indirectamente enfrentado al marqués por sus pendencias con el presidente de la Real Chancillería, el preboste zamorano don Pedro de Deza, que fue en realidad el verdadero culpable de la sublevación morisca. Y el marqués de Mondéjar delegó la Capitanía General de Granada y el Virreinato en su hijo primogénito, el conde de Tendilla, que también gozaba de los mejores afectos de los moriscos.

Don Pedro de Deza, como buen «escalador», vino a Granada para hacer carrera dentro del escalafón eclesiástico y centraba todos los odios y todas las fobias de los moriscos, porque no se había granjeado con su actitud otros afectos diferentes. El rey Felipe II, en lugar de devolverlo a su convento o a su parroquia de origen, prefirió no enfrentarse con el cardenal Espinosa; pero como no podía mantenerlo en Granada, como le recomendó el mismo don Juan de Austria, para apartarlo de aquí, no le cupo otra opción que nombrarlo cardenal, debiendo don Pedro de Deza de irse a Roma, hasta su muerte, lejos de Granada, al fin.

En una Granada en paz, donde todos los moriscos, al entrar y salir por la Puerta Real de la ciudad, veían a diario, en una jaula, la cabeza de su último líder, Aben Aboo Abdallá, que, al ser decapitado, puso colofón a la guerra, se entregaron a sus trabajos con el tesón y el buen entender que siempre los caracterizó. Y aunque sufrían un problema casi vital, como era la falta de mano de obra masculina, porque entre ellos había dos mujeres por cada hombre, recuperaron sus trabajos en el campo, en la ganadería y en la artesanía y se fueron enriqueciendo y enriquecieron a todos los señores de alcurnia que se erigieron en sus protectores. Así, don Juan Enríquez, primo del rey Fernando El Católico y señor de La Sagra, podía contarse entre los aristócratas más ricos de España, pues amparaba a gran cantidad de moriscos, semiesclavos todos, aunque nunca podía compararse con el Marqués de Villena, que fue un auténtico depredador de los mejores artesanos. Había un dicho por toda España que rezaba «Quien tiene moro, tiene oro». Espoleados por esa avaricia y por la envidia, los grandes señores del Andalucía vinieron al Reino de Granada, a buscar moriscos a los que «amparar». Así, tuvieron ellos también a los mejores herradores, tejedores, veterinarios, pastores y labradores que había en Europa, porque los moriscos eran incomparables en su maña artesana. Eran tan buenos artesanos que no solamente enriquecían a sus dueños, sino que ellos ganaban unos dineros impensables, hasta el extremo de que muchos podían auto-rescatarse al año o a los dos años de esclavitud. Pero no les interesaba la libertad en absoluto porque, mientras se hallaran bajo la protección de un señor de alcurnia, se hallaban a salvo de La Inquisición. Por ello, fueron multitud los moriscos que compraban su libertad aunque nunca acababan de pagar su precio entero, manteniendo unas dependencias vitales hacia sus anteriores dueños. Éstos, siendo no pocos, siempre fueron los menos, porque, a pesar de todos los pesares, la mayoría de los moriscos, ya convertidos, al menos aparentemente, al cristianismo, se mantuvieron en sus pueblos, dedicados siempre a la agricultura y a la artesanía y al comercio de sus productos. Los moriscos era labradores, ganaderos, tintoreros, arrieros, albañiles, hasta veintitrés oficios diferentes, de los que obtenían altísimas remuneraciones, por su buen hacer, por su frugalidad y por su enorme instinto comercial. Sin embargo, el mayor arte se lo daban al elaborar la respostería morisca, hoy tan famosa en el mundo entero, entre cuyas especialidades sobresalían el turrón, los soplillos y las melcochas, que el antropólogo y escritor Julio Caro Baroja confunde con los buñuelos aunque las melcochas eran los pestiños esmelados. Y fueron expertos hasta el extremo de que, durante los siglos XVII y XVIII, muchos años después de la expulsión, para indicar que alguien era descendiente de moriscos, lo apodaban como melchochero o como buñolero. En cualquier caso, con la paz, a pesar de las injusticias y de los enormes tributos que soportaban, prosperaron económicamente y repuntó, más que renació, el negocio de la seda y su comercio, aunque nunca volvería a recuperar el antiguo esplendor.

Esta abundancia económica, como siempre pasa, despertó la envidia de los cristianos viejos, que estaban habituados a vivir de las subvenciones reales y del pillaje, y azuzó la avaricia de los inquisidores, pues, a pesar del celibato sacerdotal que les exigía la Iglesia Católica, casi todos los curas tenían cargas familiares y casi todos andaban faltos de dinero para cubrir las necesidades de sus concubinas y de sus hijos.

Los cristianos viejos miraban con envidia la prosperidad de los moriscos y se quejaban ante los reyes: «Esto, señor, ha de ser arte de magia, porque en las tierras donde no puede vivir una familia cristiana, viven diez familias moriscas con grande beneficio», llegaron a decirle los clérigos al rey Felipe II.
El trato que el clero les tenía era denigrante, vejatorio y aterrador, pues los moriscos temblaban cuando alguien les decía que los iban a denunciar ante la Santa Inquisición. Y así los expoliaban y les recaudaban cuantos dineros precisaban. Pero hubo un momento en que el clero español no pudo soportar la envidia que su bienestar les inyectaba y hubieron de tramar alguna argucia para desproveer a los moriscos de sus bienes. Y la Santa Inquisición la halló. Pero, antes de entrar en ella, hay que tocar un poco la situación española de aquellos días.

España andaba metida en conflictos por toda Europa. La guerra de Flandes era un pozo sin fondo, donde morían a cientos los jóvenes del Reino de Granada y se enterraban los tesoros, el oro y la plata, que venían de América. Los barcos ingleses, franceses y holandeses no cesaban de piratear a los convoyes españoles que venían de las colonias, los piratas turcos y berberiscos asolaban las marinas del sur y del sureste de España y los moriscos, en bastantes ocasiones, cuando los piratas berberiscos atacaban en tierra firme, se unían a ellos, en el ataque contra los cristianos viejos; mataban o esclavizaban a las mujeres y niños, para venderlos en Berbería, y, cuando acaban la batalla, se montaban en los barcos pìratas con sus familias y se pasaban a África. Y España se sentía cada vez más débil pues sus militares más arrojados buscaban fortuna en América y los tercios de Flandes estaban compuestos por soldados profesionales que tenían que cobrar sus soldadas. Y no fueron pocas las compañías de los tercios de Flandes, sobre todo, que, armadas y costeadas por los cabildos de Granada y de Almería, hubieron de embarcar en el puerto de esta ciudad,(que era el puerto principal del Reino de Granada, aunque ya empezaba a descollar el de Málaga) camino del norte.

Ante esta situación de debilidad en la que se hallaba España, le hubiera significado la ruina total otra rebelión de los moriscos alpujarreños; pero éstos habían quedado tan escarmentados que no quisieron saber nada de nuevas guerras, aunque fueron a cientos los que se alistaron a los tercios de Flandes porque, al regreso, lograban un certificado de limpieza de sangre que los inmunizaba para siempre, a ellos y a los suyos, contra los ataques de la Inquisición.

Pero los moriscos les estorbaban a los clérigos y, como, al parecer, les falló el intento en La Alpujarra, La Santa Inquisición denunció que habían detenido a un comando inglés, en la Huerta Valenciana, que les declaró, antes de morir en el interrogatorio, que había desembarcado en Valencia para levantar a los moriscos contra el Rey de España. El rey Felipe III, que no era demsiado discreto, fue pronto convencido de la veracidad de tal falacia y, ante el negro panorama que se le cernía, ordenó la expulsión inmediata de los moriscos de España. Y la Inquisición entró a saco con ellos, sobre todo, con los del Reino de Granada.

Los moriscos de esta tierra habían sufrido varias «sacas» y expulsiones durante la guerra. A pesar de ello, había habido familias moriscas que habían ganado mucho dinero y que se habían promocionado dentro de la nueva sociedad cristiana. Y estos, los enriquecidos y los acomodados, pudieron comprarle a la Inquisición, a precios altísimos, por auténticas fortunas, los certificados pertinentes de limpieza de sangre, donde se certificaba que ellos era cristianos viejos y que, por lo tanto, quedaban exentos de la expulsión. Y fueron muchas las familias moriscas que se salvaron de la expulsión. Otros moriscos, amparados por sus señores, se hicieron pasar por gitanos. Por las serranías extremeñas, por Castilla y por Valencia, sus clérigos fueron más clementes y no cumplieron la orden de forma tan estricta como los granadinos. Y hubo muchas familias pobres que se salvaron. Otras, también pobres, sin remedio ni solución, hubieron de embarcar en los puertos del reino de Granada, camino del exilio permanente, en Berbería. Se dieron casos tan dolorosos como el de dos hermanas, cristianas viejas, que habían contraído matrimonio con dos hermanos moriscos y que no pudieron salvar a sus esposos ni a sus hijos de la expulsión y que hubieron de embarcar con ellos, camino, en este caso concreto, de Orán. También hubo casos en que el cóyuge, cristiano/a viejo/a, logró salvar de la expulsión al nuevo/a.  Bastantes de ellos, hombres y mujeres, para salvarse de la expulsión, profesaron vida religiosa.

El drama fue tremendo para las personas y para el Reino de Granada, que llegó a tener pueblos enteros vacíos, porque todos sus vecinos habían sido expulsados. Cuando llegaban a Berbería, el drama se les profundizaba porque eran atacados por los ladrones, que asesinaban a los padres de familia, esclavizaban a los niños, para castrarlos y dedicarlos a eunucos, de enorme cotización, y les vendían las mujeres jóvenes a los sultanes y señores hacendados, que pagaban enormes cantidades por ellas, por «Las Cristianas de Castilla».

Apenas los moriscos comtemplaron el panorama que había en la Berbería de aquellos días, quizá en peores condciones que ahora, se subían en los barcos piratas, que los contrataban como soldados, aunque los abandonaban de momento, en nuestras costas, para huir tierra adentro. Y fueron miles los moriscos que volvieron, tras la expulsión, aunque el rey había ordenado que, a los que prendieran las justicias, los amarraran, como galeotes, a los galeones que traían los tesoros de América. Fueron, por ello, muchos los que murieron en los naufragios por los temporales o en los barcos hundidos por los piratas. Como testimonio de la realidad de estos retornos, he de hacer una cita. El historiador Cabrera de Córdoba, en el año 1,613, dice: «Comenzaban a volverse muchos moriscos de la expulsión, à los lugares de donde los habían echado, y se ha dado comisión al conde Salazar para el castigo dellos, privando de este juicio a todos los tribunales y jueces; y estos días fue à Almagro y à otras cuatro villas de esta comarca, donde halló 800 moriscos…y los envió a galeras… y otros a Almadén del Azogue (a las minas de mercurio, de altísima morbilidad)…, y los demás, los envió fuera del reyno».

En algunos lugares, como en el Valle de Ricote, la expulsión total se debió a que los moriscos no expulsados, que fueron casi todos, acogieron a tantos retornados que sus mismos protectores los denunciaron y los expulsaron a todos, sin compasión.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *